¡Centenario +10!
- cesar dario fazzini
- 25 may 2015
- 7 Min. de lectura
Ella trataba de apurar el paso para que las empanadas no se enfriasen. Ni Hugo Boss ni Versace pudieron empardar jamás la fragancia seductora que se escapa por el repulgue de una empanada tucumana. Una dulce estela de comino y cebolla inundaba el camino de tierra. Don Ambrosio conservaba el paso firme y constante, ayudado tal vez por la ansiedad del encuentro, y las ganas de volver a saborear el manjar norteño. Doña Manuela Pedraza y Don Ambrosio Crámer se habían conocido compartiendo la rutina de las curaciones de heridas de distintas guerras. Cuando les dieron el alta, decidieron seguir encontrándose en el cruce de dos caminos de tierra que rodeaban una zona de quintas. Comían empanadas, bebían aguardiente y conversaban largamente, sentados sobre un tronco, acerca de las batallas vividas. La heroína de las Invasiones Inglesas hablaba con profundo acento tucumano y el veterano sargento del cruce de Los Andes, con la erre arrastrada que daba cuenta de su origen francés. Ese rito se cumplió hasta la muerte de uno de ellos. Los pocos habitantes del lugar aludían a ese punto de encuentro como la esquina de ellos: “Manuela Pedraza y Crámer”.
Pasaron los años, una fue calle, el otro avenida, la esquina ya estaba, y les prestó sus nombres con orgullo. Un tiempo después, Platense tomó la posta y la hizo propia. “Manuela Pedraza y Crámer”, es pertenencia, es encuentro, es tablón, es llanto y alegría, es carnet de cuero, es banderas, es dar vuelta en bicicleta, es leyenda, es triunfos heroicos, pero también es despojo, es angustia y vergüenza, es pérdida e impotencia, es dolor, es incompetencia, es generación abismo y grieta, es desarraigo, es desencanto, demolición y escuela, y es el “Poli “, el “Poli” que apresó nuestros recuerdos, y es… ya está, ¡cortala! Listo.
Camino por Zapiola con mi viejo hacia la cancha, jugamos contra Boca, somos locales. ¡Si su piloto no es Aguamar…! Ya tengo la bolsita de maní caliente entre las manos. Una bandada gris atraviesa el cielo a gran velocidad. “¿Qué pájaros son papá?”. “No son pájaros, son los años que pasan volando”. “Es cierto, pasan volando”. Camino solo por Zapiola, voy a comprar la camiseta de los 110 años, nuestra cancha estaba en Núñez, de Saavedra, de Saavedra soy y a Vicente López voy. ¿De donde soy? Basta, no jodas.
¡Ciento diez años carajo! Cuando fundaron el club compraron un Magiclick y ya no funciona. “Dura ciento cuatro años”, decía la publicidad, era verdad, solo ciento cuatro años. ¡No existís Magiclick! Alcanzame los fósforos.
No puedo dejar pasar a todos los recuerdos. Los primeros que entraron dejaron la puerta abierta y me lloran los ojos. Quizás es la arena de la garganta del Polaco que vuela por el aire festejando y me irrita las pupilas. O tal vez sea la pena que Malena no cantó. “A llorar como el viento, con las lágrimas altas”. Frasea con aspereza. ¡Dejá Polaco, Calamar “encielado”! Las lágrimas las ponemos nosotros, vos prestanos esta noche nuevamente tu voz de duendes y fantasmas, sino la noche se hace larga, porque nos falta el aire cuando no está tu voz. ¡Tu pueblo Calamar está aplaudiendo! ¡Ciento diez años, a festejar Polaco! ¡a cantar, siempre cantar! Vuela nuestra copa, se estrella y se hace estrella en el cielo de un brindis eterno, ¡salud!
Camino por Zapiola, vuelvo a casa, ya compré la camiseta de los ciento diez años. ¡”Siento 10 años” en el cuerpo!, toy feliz como un chico. Ta muy linda.
A veces cuando vuelvo a casa extraño a “Ulrich” el loro. Mi mujer siempre quiso tener una mascota, yo no reuní las características que ella buscaba, y terminé siendo su marido, entonces compró un loro. Al loro lo maté yo, sin querer. “Voy al súper, dale de comer al loro”.dijo mi esposa. En la alacena había semillas de girasol, y al lado un sobrecito que decía “Condimento para aves”, le agregué un poquito. Después me enteré que el “Condimento para aves” era para cuando se prepara pollo y no para condimentar la comida del loro. A mi esposa le dijeron que iba a ser hablador, pasó el tiempo y “Ulrich” ni palabra. Un día yo estaba viendo un partido de Platense por tele, y nos perdimos un gol ¡Uhhh! grité y el loro repitió “Uuuu prrr… Uuuu prrrrr”. Así descubrí que el loro solo entendía y repetía nombres o palabras que empezaban con “U”. Por eso le puse “Ulrich” para que sepa que le estaba hablando a él. Con paciencia le pude enseñar aquella formación inolvidable, del medio hacia adelante. “Uggione, Ulla, Ubiat, Uismedinaaa… prrr… prrrr…”, repetía el loro. Perdón, ni Miranda ni Jorge tienen “U”. Nunca mencioné a Hurt, delante del perico, la hache es muda y los loros no distinguen. No hubiese soportado a “Ulrich” repitiendo el nombre del arquero. que revuelve nuestras tripas desde la noche del 4 a 3. El loro se murió justo cuando estaba aprendiendo a decir “Urcohuanuch”, una pena.
En la noche de Boedo la nostalgia me presta un paraguas. Llueven penales de punta. Peremateu resucita, patea y gol. Todo tiene un final, todo termina, canta Vox Dei. La lluvia está enojada, odia los penales, los inunda. ¡Tiene que patear el arquero!, grita el inciso quinto del artículo setenta y dos. Miguelucci es un arquero de poca calidad, y las cosas de poca calidad, si se mojan encogen. Miguelucci camina hacia la pelota y se lo ve chiquito, oscuro, patea y gooooool. ¡No vale pateó Juárez, pateó Juárez dos veces!, protestan los granates. Miguelucci se seca, recobra su tamaño, y colgado de la cortina de lluvia ataja el último penal. ¡Nos salvamos! ¡Nos salvamos! Miguelucci hace el “Topo Gigio” de antes, se agarra “las tarlipes”, se golpea el pecho y ofrenda la pelota con rencor. Mientras el negro Juárez silbaba bajito y los de Lanús seguían protestando, un tipo desarmaba el viejo Gasómetro, barría los recuerdos mojados y nos avisaba que había 30% de descuento en lácteos. Algunos años después, la lluvia de aquel día se presentó como imputada y aseguró no haber encogido a Miguelucci; Luis Miguel dijo que “no culpen a la lluvia”, la justicia resarció al perjudicado, y tantiiiisimos años después, tal vez estemos cumpliendo una condena tardía. Pero dieciséis años en el purgatorio es, quizás, una sentencia exagerada.
Las reminiscencias son así: arbitrarias, no respetan cronologías, se superponen, salen de contexto a su antojo, siembran dudas indescifrables. Hay quienes dicen que para conservar bien los recuerdos, hay que guardarlos en un árbol. Las evocaciones de poca importancia quedarán en las hojas, en otoño caen, se los lleva el viento y se transforman en olvido. Por eso no recuerdo al ocho de Platense del 2003, ni quién hizo el gol un día que logramos un triunfo intrascendente. Pero cada fecha significativa, cada nombre trascendente, cada gol importante, cada momento culminante en la historia de Platense, son imborrables, quedan grabados en el tronco del árbol y se mantienen intactos para siempre. Como ese corazón atravesado, con el “Te amo María” que aún perdura en un roble de la calle Zapiola.
Para los 110 de Platense decidí poner una guirnalda de luces en el balcón, junto a todos mis objetos Calamares. La camiseta, el termo, el chop, la taza, el sacacorchos, el gorrito, el adorno de torta, el mate, el vaso. Calzoncillo de Platense no tengo porque siempre me pareció de dudoso gusto la relación entre nuestros colores y esa prenda. Mi mujer no quiso prestarme las guirnaldas navideñas pero agregó una bandera Argentina, y la foto de la Primera Junta ¡Soy Saavedra, soy Saavedra soy!, cantaba el presidente de la junta, para congraciarse conmigo.
Estoy en el barrio chino comprando una guirnalda luminosa. “¿Para qué guirnalda de luz en esta fecha?” preguntó el asiático curioso. “Soy de Platense, cumplimos ciento diez años, ¡se cumplen una sola vez!”. “Ciento once también se cumplen una sola vez, ji, ji, ji”. Es verdad, pero no entendí si era una reflexión sabia o el chino me estaba gastando. “¿Cuánto sale la guirnalda?, estoy apurado”. “Apurados, apurados, siempre apurados ustedes”. El chino me cobró y me entregó un folleto explicativo de una bolita roja que vendían. “Léalo, vida sin apuro, y festeja los quinientos años de su culub”. Fui leyendo el folleto por las calles de fritura, baratijas y ornamentos. “En cierta región de oriente hay un árbol sagrado que da un fruto rojo pequeño. Ese fruto es venerado por ser ‘El fruto de la eternidad’. Se realizan festejos honrando al árbol, una vez cada cuatro mil años. Para lograr la inmortalidad hay que adquirir la sabiduría de consumir el fruto, en el momento indicado. En nuestras tierras todos viven una vida tranquila, sin apuros, sin tiempos, los que ya lo comieron, y también aquellos que lo tienen al alcance de la mano”. Uff, comprobar si alguien es eterno llevaría una eternidad, sospeché yo, astutamente. “Fruto de la eternidad”. Cajita de vidrio 500 pesos, plástico 420. ¡Un curro, una chantada, un afano, un cuento chino, un fraude! Por 80 pesos de diferencia preferí el envase de vidrio, es más vistoso.
Vuelvo a mi casa con la guirnalda y el salvoconducto para la vida eterna. Ser de Platense es un reservorio de lealtad ante el desengaño. Es resistencia inquebrantable ante la decepción. Son algunos instantes malditos que solo logran consolidar el amor “Marroniblanco”. Las conmemoraciones incitan a la alegría, al festejo, a la reconciliación tantas veces proclamada. ¡Juntémonos, abracémonos, aplaudámonos, querámonos, elogiémonos, ayudémonos, escuchémonos, brindémonos. ¡Y “ascendámonos”!
Observo el frutito rojo y me tranquiliza, sólo esperaré el momento indicado. Que sabios son los chinos. Aunque me ofrezcan el doble no se lo vendo a nadie. Hice un gran negocio, la eternidad no tiene precio. Dieciseis años en el descenso, ahora no me parece tanto tiempo. Espero el ascenso tranquilo. Mientras tanto los Calamares entrechocamos las copas del “110 aniversario “. Y yo, además, me voy preparando, para ir al fiestón de los 200 años….. pura tinta Calamar.
César Fazzini (Calamarrón)
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